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El cinematográfico modo en que lograron salir del país 26 miembros de la familia, a horas del golpe
De cómo Gustavo Vaca Narvaja puso a salvo a su numerosa familia amenazada de muerte, a sólo 24 horas del golpe de Estado de 1976.
Marzo de 1976. El abogado y prisionero político de 35 años, Miguel Hugo Vaca Narvaja (h) le pide a su hermano Gustavo, un médico de 33: “Sacá a toda la familia. No te preocupes por mí. Mi suerte está echada. Hay que evitar que nos maten a todos”. Es domingo 14 de marzo en la cárcel UP1 de barrio San Martín en Córdoba. El sol brilla desde la mezquina, altísima ventanola del presidio, y es la última vez que los hermanos se miran a los ojos. El padre de ambos y de otros diez hermanes, Miguel Hugo Vaca Narvaja, exministro de Arturo Frondizi y expresidente del Banco de Córdoba, acababa de ser secuestrado de su hogar en la madrugada del 10 de marzo, por orden de Luciano Benjamín Menéndez. “Lo quería vivo», cuenta hoy a Página 12 Gustavo Vaca Narvaja.
«Mi padre era un hombre de la política, un hombre de consulta. Radical de origen de la línea de Hipólito Yrigoyen y compañero de Arturo Frondizi y los desarrollistas, con quienes tuvo reuniones en la estancia de Totoral, (de Roberto) Noble (el fundador de Clarín). Eran blanco de la violencia que se venía por su apoyo al gobierno democrático de Ricardo Obregón Cano y Atilio López, también mi hermano, apoderado del Peronismo Auténtico y defensor de presos políticos. Sabemos que cuando los del D2 (la Gestapo local) y los paramilitares se lo llevan al Campo de La Ribera , a mi padre le quisieron hacer firmar un documento abjurando de Fernando, uno de sus hijos (y uno de los fundadores de Montoneros). Mi padre se negó. Discutió a los gritos con los torturadores (en el Megajuicio, sobrevivientes dieron fe de haberlo escuchado). El siempre decía que había tenido doce hijos, doce universos. Y que respetaba el pensamiento de cada uno.
Lo torturaron, lo mataron y lo decapitaron. Como en los tiempos medievales, o en la Mazorca, pusieron su cabeza en exposición. A mediados de abril, Carlos Albrieu, un muchacho que era estudiante de medicina, encontró la cabeza en una bolsa de nailon en las vías del tren que pasaba por Alta Córdoba. «Muchos años después, cuando volvimos del exilio, le pedí que me la describiera. Lo hizo: rasgos afilados, nariz larga, le habían arrancado un ojo… Sólo después mi hermano Gonzalo le mostró una foto de mi padre. Y él, Albrieu, lo corroboró ante los jueces».
Gustavo recuerda. Recuerda, respira y sigue: «En el Megajuicio La Perla, también supimos de su cuerpo decapitado. La testigo Valentina Enet, quien buscaba a su hermano junto a su padre, consiguió entrar con él al Tercer Cuerpo de Ejército, y vieron debajo del vidrio del escritorio del coronel (Raúl) Fierro la foto con manchas de sangre en la que alguien hasta había escrito un insulto».
«Fierro les dijo a Enet y a su padre que ese era ‘su álbum de recuerdos’, que ese cuerpo sin cabeza era ‘el de Vaca Narvaja’, y que eso les pasaba a los que buscaban a sus hijos guerrilleros. A mi hermano Huguito, que tenía el mismo nombre de mi padre, lo fusilaron en una falsa fuga el 12 de agosto de 1976, junto a otros dos compañeros: Arnaldo Higinio Toranzo, de 18 años, y Gustavo Adolfo De Breuil, de 22. Hacía cuatro días que Francia había informado al gobierno de facto que lo aceptaban como asilado político».
Recién a esta altura del relato Gustavo Adolfo Vaca Narvaja, médico y escritor de 76 años que aparenta muchísimos menos, apura su taza de café. Mientras arroja el aire de sus pulmones, le da un golpe a la mesa: “Así pasó. Así nos pasó. Mucho dolor. Pero no había ni tiempo para eso. Huguito desde la cárcel sabía que lo iban a matar y me pidió que sacara la familia del país. Eso hice. Eso hicimos. Eramos 13 adultos y 13 niños. Y entre esos chicos, el más grande tenía 9 -y era Miguel Hugo Vaca Narvaja (n), el actual Juez Federal N° 3 de Córdoba, quien por ser primogénito lleva el nombre de su abuelo y su padre-, y el más pequeño Ramiro, de 5 meses.
-¿Cómo fue que lograron salir con semejante cerco de paramilitares en plena cacería? En ese enero del ´76, según se comprobó en los juicios ante el Tribunal Oral Federal N°1, se llenaron los campos de concentración de La Ribera e inauguraron La Perla…
-Con José, el esposo de una de mis hermanas, viajamos a Buenos Aires. Sabíamos que la única opción era salir del país. Y ya lo habíamos discutido en familia. Lograr que nos concedieran asilo político. Cuando llegamos a Capital buscamos la dirección de las embajadas y consulados por la guía telefónica… Teníamos información de que los trámites para el asilo duraban más de 15 ó 20 días. (David) Bléjer (que había sido ministro de Trabajo de Frondizi), con gran humanidad, nos atendió en su casa y nos puso al tanto de cómo era ese mundillo desconocido para nosotros. No podíamos fallar. En eso nos iba la vida a todos. La noche que secuestraron a mi padre en su casa de Villa Warcalde, en Córdoba, maltrataron a mi madre (Susana Yofre de Vaca Narvaja) y a mi hermano menor Gonzalo (de sólo 16 años). También anduvieron buscando a la esposa de Huguito, mi hermano prisionero desde el 20 de noviembre de 1975, Raquel Altamira, y sus tres hijos: Hugo de 9 años, Hernán de 7 y Carolina, de 5. Se salvaron porque esa noche se refugiaron en otra casa. Era cuestión de tiempo que nos llevaran a todos.
-¿Cómo hicieron entonces?
-Bléjer nos dijo que en la embajada mexicana era posible, que hablaría con el diplomático a cargo. Tuvimos una entrevista con el cónsul. Fue muy amable y nos dio esperanzas que en 15 días podría tener novedades desde la presidencia de México.
-¿Pero podían esperar ese tiempo?
–A los días supimos por don Arturo Frondizi, que me recibió en su departamento, que no. Que el Golpe tenía fecha y hasta hora: el 24 de marzo en la madrugada. Eso no sólo apura todo, sino que no esperamos la respuesta vía diplomática. Teníamos que invadir la embajada. El despacho del embajador en la calle Paraguay. Había que actuar rápido. Nos volvimos a Córdoba. Tuvimos una reunión familiar en la casa de un hermano. Ahí decidimos que partiríamos hacia Buenos Aires en grupos familiares separados. Por avión, tren y ómnibus, para no llamar tanto la atención y por seguridad. Que cada familia iría con lo imprescindible. Los chicos con dos mudas de ropa, una encima de la otra. Un solo juguete por niño. Y las mamás tenían que hablar con ellos para que no dijeran nada en la escuela. Nada. Una falla, un error y éramos presa de los asesinos.
Con 33 años, Gustavo Vaca Narvaja había asumido desde los secuestros de su padre y su hermano, el rol de pater-familias que ya nunca dejaría.
“Convencer a mi madre no fue fácil. La “Tuntu”, como la había bautizado Huguito, su primer nieto, no se quería ir –memora el médico con su mandíbula angulosa tensa, los ojos verdosos mirando a través de la ventana de la casa donde se convino la entrevista-. Imaginate –pide como si fuese posible, siquiera, ponerse en la piel de Susana Yofre de Vaca Narvaja-, su esposo y padre de sus 12 hijos, su compañero durante 37 años estaba desaparecido y ella tenía todas las esperanzas de recuperarlo. ¡Y además mi hermano preso en la UP1! Era inimaginable para ella irse.
Nunca lo supo, pero a Huguito, por su apellido y por defender presos políticos, lo torturaban con más saña. Lo colgaban de los arcos de la cancha de fútbol del penal durante horas. Lo apaleaban el doble que a sus compañeros. Al punto de que una vez, y a esto lo declararon varios testigos en el juicio (Enrique «el Negro» Asbert fue uno), los compañeros del Pabellón 6 le pidieron que no dijera su apellido en las requisas para que no los apalearan tanto. El contestó que se llamaba Hugo Vaca Narvaja y que no renunciaría a su nombre. Los demás comprendieron y compartieron con él el plus de castigo.
Fue Asbert quien contó que mi hermano le dijo a la vuelta del Campo de La Ribera donde lo amenazaron: “Turquito, me van a matar. Te pido que me veles en vida”. Y le dejó una carta para sus hijos que, años después, el “Negro” pudo entregarles.
Durante el juicio a los magistrados , que se llevó a cabo en Córdoba en 2017, uno de los sobrevivientes y compañero de celda, el testigo Manuel Canizzo, declaró haber «advertido, rogado en persona al entonces secretario Carlos Otero Alvarez, que por favor lo citara para algo a Vaca Narvaja”, que lo sacara del penal porque lo iban a matar».
Pero Otero Alvarez -quien fue absuelto por el tribunal presidido por Fabián Falcucci en un juicio bochornoso- no hizo nada. Ni por él ni por otras víctimas del pabellón de mujeres, como Delia Galará, quien testificó en ese juicio y le reprochó en la cara a Falcucci tras el fallo que fue repudiado por familiares y sobrevivientes de la dictadura. El veredicto fue apelado, «y sigue durmiendo” –según define Vaca Narvaja- en la Cámara de Casación que aún debe refrendarlo o no».
A contra reloj
Gustavo recuerda que en la mañana del (martes) 23 de marzo a las 10,30 habían convenido reunirse cerca del edificio del Consulado mexicano en la calle Paraguay donde el «embajador (Roque González) Salazar tenía su despacho». Los grupos familiares en los que se dividieron debían ingresar al edificio “cada tres minutos y sin levantar sospecha. La pareja o grupo que perdiera su hora de entrada o se le impidiera ingresar por cualquier motivo no sería causa para que se abandonara el operativo. Así se aceptó”, escribió en su libro Cuando lo encuentren… Díganle , dedicado a su padre.
“Los chicos, aleccionados por su madres, aparentaban no conocerse y esto era realmente increíble por la edad de ellos (…) el personal del lugar empezó a sospechar algo a los minutos de la entrada del último grupo (…) Pero ya era tarde. Habíamos ingresado los 26″, cuenta allí.
La familia había concretado lo que llamaron “la invasión a la Cancillería”. El funcionario a cargo de la oficina consular estaba desesperado. El embajador recibió el mensaje monolítico de los Vaca Narvaja: «el Golpe será esa noche. Si nos sacan de acá, nos matarán a todos. Y para sacarnos, lo tendrán que hacer por la fuerza”.
«Las horas comenzaron a correr, y nosotros a desesperarnos -revive Gustavo. Cuando por fin el embajador nos dijo que nos aceptaba, nos informaron que nos llevarían a su casa en barrio Palermo. Eso nos llenó de zozobra: ¿Y si era una trampa? ¿Si nos entregaban? Fue difícil que nos convencieran de salir de ese edificio. Llamaron a Bléjer y con su aceptación de lo que se haría nos tranquilizamos. Recién cerca de las 7 de la tarde aceptamos que en cinco autos consulares nos llevaran a la residencia del embajador. El argumento fue irreprochable: acá (en el edificio de calle Paraguay) no hay lugar ni espacio ni seguridad para que se queden varios días, si hay que esperar. En la casa del canciller mexicano, en territorio mexicano, podrán pasar el tiempo que haga falta hasta que los podamos llevar a México”.
El Golpe desde el altillo
Los 23 refugiados fueron destinados al altillo de la casona estilo francés del embajador. A los hombres les proveyeron de elementos de limpieza para que pusieran en condiciones un sitio que nadie usaba. “Al menos que barriéramos el polvo alrededor de un tanque de agua -explica Gustavo-. Ahí nos fuimos acomodando en colchones que nos subieron por una escalera caracol, con los niños y las mujeres. Estábamos agotados por el cansancio y la tensión vivida. Nos dormimos profundamente. A la mañana siguiente, fueron los chicos quienes, desde las ventanas ovaladas del refugio, vieron las tanquetas y los soldados con armas largas apuntándonos desde la reja de la calle… El Golpe se había consumado. Y los militares, desde afuera, exigían que nos entregaran: ”Queremos a la totalidad de la familia Vaca Narvaja«.
-¿Cuándo y cómo salieron de allí?
-Recién el 2 de abril el gobierno mexicano pudo acordar con la Junta Militar sacarnos hacia Ezeiza. Otra vez todos en cinco autos consulares, pero esta vez fuimos escoltados por soldados armados hasta los dientes en una caravana enloquecedora… Los militares habían despejado las calles y las rutas para nosotros como si fuésemos delincuentes peligrosísimos. Era como una serpiente de metal, rapidísima que iba a unos 100 kilómetros por hora. Los chicos veían por las ventanas de los autos que los soldados nos apuntaban todavía con armas largas, y que de vez en cuando arrastraban sus armas tocando el asfalto con la punta de sus fusiles, sacando chispas.
-¿Y qué con el miedo?
-Terrible. Claro que tuvimos miedo de que pararan la caravana y nos secuestraran o balearan a todos antes de llegar a Ezeiza… Pero no. Llegamos en los vehículos hasta cerca de la torre de control y nos ordenaron bajar rápidamente.
Gustavo revive para sí mismo, pero en voz alta, lo que fueron los momentos previos del ascenso al vuelo “446 de PAN AM”: “Videla se jugó una última carta. Mandó a un emisario para convencer a mi madre. Sabía que ella no quería abandonar a su esposo y a su hijo en Argentina. Nos pegaría en donde más dolía. En nuestro lado más débil. Un muchacho joven y convincente, diplomático, habló con mi madre y le prometió, en nombre del Presidente, que si nos quedábamos nos protegerían”.
Es entonces cuando la matriarca de la familia dudó. Había llegado hasta allí presionada por sus hijos y la vida de sus nietos. Pero la voz firme de Gustavo, el hijo que planeó y ejecutó con precisión, con método, con una valentía que aún no se reconocía el plan de escape, le rogó: “No madre, no les crea. Mienten. Nos matarán como a los Pujadas. No les crea por favor. Subamos al avión o nos matan”.
Y la mujer que luchó contra su alma. Que ve en los ojos del hijo el brillo del miedo. De la orden. De la verdad. De la muerte que los ha cercado hasta ahí. “No, dígale al presidente Videla que no -dijo Susana Yofre-. Dígale que nos vamos”. Lo supo con su cuerpo. México es el destino, la salvación de su prole, de su linaje y descendencia.
La escalerilla, el bullicio de la ocupación de asientos por los chicos que lo viven como lo que es para ellos: algo nuevo, exitante, toda una aventura. Y el carreteo por la pista, el rugido liberador de las turbinas. El despegue. “En un abrir y cerrar de ojos vimos miles de luces que centelleaban más y más a lo lejos. Estallamos en dolor y alegría”, escribió Gustavo.
“Volvimos en octubre de 1982. En el aeropuerto de Córdoba nos esperaba una gran mujer, una abogada como no habrá ninguna, María Elba Martínez. Si hasta la causa contra Videla y Menéndez lleva su nombre”, sigue el recuerdo. Nomás pisar tierra y toda otra etapa que se abrió para buscar justicia. Es en ese marco que Gustavo recuerda el 24 de noviembre de 2010, cuando Miguel Hugo Vaca Narvaja (sí, aquel chico de apenas 9 años que estuvo asilado en México), hizo su alegato en el juicio contra los máximos genocidas. El hijo de su hermano fusilado repasó «la historia del ejército que devastó al país desde las fosas de Alsina y la llamada Conquista del Desierto, hasta la última dictadura”. A pocos metros, Jorge Rafael Videla, no le sacaba los ojos de encima. El médico que este año cumplirá 77 no olvida esa mirada sobre su sobrino, el ahora juez Federal. “Nosotros nos pusimos como meta Memoria Verdad y Justicia. Como familia el mandato es ser felices, fructificar. Somos una familia más de todas las que devastaron entre los 30 mil».
En su libro La jauría del ’76 Gustavo nombra a los Pujadas, a los Osatinsky, a los Ferreyra y a tantas otras familias que fueron perseguidas y laceradas, diezmadas durante la dictadura cívico-eclesiástico-militar.
Y es por la supervivencia, por la resiliencia, por estar de pie, que suma: «De estar vivo según mi esposa, que lleva la cuenta del total familiar, mi padre tendría unos 42 nietos y 52 bisnietos. Y esa es nuestra principal victoria. La vida. Nuestra única victoria”.
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